Reseña en Frutos del tiempo (15/02/2020)
Las personas del verbo (Editorial Celesta, 2020),
es el último poemario de Rafael González Serrano. El enérgico caudal de su
poesía irrumpe en el lector penetrándolo con su sustancia sugestivamente
enunciadora, que se presenta como una apretada sucesión de imágenes inéditas,
encontrando un cauce donde verterse seguro, sin accidentes de ritmo,
desbordante de ideas que transgreden el mero pensamiento, encumbrándolo hasta
las más arriesgadas exploraciones. Allí, en aquellos terrenos, el paralelismo
de la realidad parece inasible. Los versos del poeta asumen el logro de una
mirada muy singular, una perspectiva única, un arranque de potente luz que
brota en la puntual incidencia de lo insoslayable. Es la búsqueda de una descripción
que rebase la inflexible compartimentación de los conceptos, la manida y
preceptiva explicación de lo extraño.
La poesía
de Rafael González valientemente se presenta desasida de ostensibles
narraciones que pudieran aflojar la tensión que impone a sus versos, hechos de
rigurosos vislumbres, de presentimientos que llaman a los recovecos de lo más
propio. Su cadencia se instala en una celebrante imaginación, en una orgía de
la continua metáfora que no aspira a la exacta correspondencia sino a una
certera pulsación de lo concerniente. Y es que esta voz se asienta en el ámbito
de la palabra, en su pequeño universo dispuesto a una perpetua expansión
creativa: “La palabra me buscaba / entre sus sílabas / con la persistencia y el
afán / del explorador de acentos, / para saber si era / un devoto del verbo. /
Pero había desertado / hacía tiempo / al lugar / carente de signos”.
El poema
crea un paisaje imprevisto, una sucesión de voces que marcan el territorio del
sentimiento: “Me persigo por ensenadas / de perfumes muertos, / por laberintos
donde / los soles nacen al ocaso…atravesando inconsciente / pasillos de gasa
negra, / para acabar retornando / a la orilla de mi máscara”. Son las nuevas
sensaciones, o las viejas recuperadas de su postergación en lo oscuro. Es el
dúctil camino de la palabra: “Buscamos en el verbo / fervores de imágenes / y
esqueletos de metáforas, / en un laberinto de sospechas”.
Nos
hallamos ante una poesía extremadamente alejada de lo prosaico, que se esfuerza
en fundar un nuevo aliento del lenguaje. Lo inédito es aquí un camino
abandonado al que se nos invita a entrar y en el que nos sentimos sorprendidos
por una nueva enunciación de laberintos. No son poemas que estén escritos para
una superficial atención. Si su música y su poco definida sugerencia suenan muy
bien desde el principio, su superior riqueza solo se capta —o se atisba— en una
o varias lecturas detenidas. No hay demasiadas pistas sino sutiles
descripciones de lo realmente imaginado.
La primera
parte del poemario, Desanudando
el yo, nos introduce en las variables de la
propia personalidad. De esta parte, destacaría el poema (ninguno tiene título)
que se inicia con los versos: “Yo salí de mi patria / hace ya siglos, / y conté
a los hombres / lo oscuro de la sintaxis / y el engaño de la palabra”. Y
finaliza, en ese ejercicio de introspección, adherido al lenguaje, porque la
palabra es, al fin y al cabo, la herramienta que sustancia nuestro pensamiento,
el intento de aprehensión de la mirada primigenia, la forma que tenemos de
interactuar con el mundo: “Al final no quise ver / a nadie, comí / de la flor
del loto, bebí / de la fuente de la amnesia, / y me dispuse a enfrentarme / a
mi mirada. / Aunque, a cada intento, / aparto el rostro de mí”.
En la
segunda parte, Tu pacto
con la letra, hay una indagación propia a través del
“tú”: “Tú no eres tú / sin enfrentarte al espejo de los otros, / en el borde de
un océano / de planetas / que giran sobre el eje / de una mirada indiferente”.
Es un “tú” que sería la contemplación del “yo” caído, aparecido en el mundo:
“Inventas una ventana / cada vez que miras el cielo / para poder enmarcar / la
ciudad de los dioses, / y poner un poco de mirada / —de pupila y de calor— / en
su cruel indiferencia”.
En Acecha su pronombre, el poeta se interna en aquello que no tiene un sujeto preciso, o no es
algo personal sino a veces una indefinida presencia oscuramente ominosa: “Llegó
como un puñal / que rasgase la túnica / de un consuelo inerte, / que hiriese la
piel / de la imposible queja, / haciendo del aullido / la razón del
firmamento”.
Coral de acercamientos / Plural de incertidumbres, es el último apartado del libro y el que contiene unos poemas cuya voz
parece situarse en una exterioridad del presente, desde la que se divisan las
acciones claudicadas, y revelan el sustento que transparenta las conexiones con
el irreductible secreto, con la recíproca clandestinidad. “Adelgazar el verso /
hasta que ellos no sepan / dónde nos escondemos / o si vosotros nos /
habéis acogido en el exilio”. Y es que hay una sensación de posición indefensa
ante las abrumadoras fuerzas de lo fatalmente gregario: “Llegarán para quedarse
/ entre ceremonias de dominio / y atlas huérfanos de meridianos; serán
aclamados por la ofrenda / de la piedra desnuda de sal / y estómagos ahítos de
banderas”.
Las personas del verbo es un libro
poderoso, profundo, que crece con cada relectura. Cada imagen es un fogonazo
que nos alcanza en el centro de nuestra sensibilidad, nos impacta haciéndonos
sentir invitados a unas estancias en las que queda arrasado el melifluo
discurso cotidiano y se alzan nuevos enclaves para la irreverente verdad.
“Queremos salvarnos con las palabras / que nombren la desdicha del silencio / y
que abran la puerta del secreto”.
Javier Puig
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