(Reseña en Las nueve musas, 28 de julio de 2020)
José María Piñeiro Gutiérrez es un escritor oriolano dotado de
una gran versatilidad. Destaca como articulista, ensayista, narrador y autor de
aforismos.
También
practica la fotografía y la pintura, y desde hace años mantiene el blog,
empireuma. Blogspot,com. Pero ante todo es un auténtico poeta, si
bien creo que como autor lírico no ha obtenido el reconocimiento que merece,
eso que se da en llamar justicia poética. Su último poemario, Las
raíces del velo (Editorial Celesta, Madrid, 2019), repleto de
imágenes y destellos imaginativos, está escrito con una dicción reflexiva,
intensa y envolvente que no rehúye la emotividad.
En todo el poemario se fusionan
intuición y pensamiento en una constante basculación entre el pasado y el
presente, el himno y la elegía. El autor ahonda en asuntos metafísicos
esenciales sin renunciar a un lenguaje matérico y carnal. La poeta y crítica
literaria Esther Abellán ha
escrito con acierto en la revista cultural LOBLANC que «desde el propio
título, Las Raíces del velo trae la confrontación de lo
etéreo y lo sólido; la fragilidad, la sutileza y el tacto apenas perceptible de
la vida frente a la fuerza y la consistencia de las experiencias y de todo
aquello que constituye la memoria».
Las raíces del velo está sustentado formalmente en el hábil manejo del
versículo, el empleo de figuras retóricas como el encadenamiento de imágenes
(José María Piñeiro es un maestro consumado en el empleo de la imagen poética),
la anáfora, la sinestesia o la aliteración y una riqueza semántica apabullante,
si bien el poeta no se estanca en díscolos ensimismamientos expresivos, ni se
solaza en la mera voluptuosidad retórica; lima y pule sin someterse a las
restricciones de las normas convencionales de versificación, de tal modo que la
lectura de sus poemas constituye una gratificante y enriquecedora experiencia.
En cuanto al inspirado título
del libro que nos ocupa, el propio autor ha explicado en varias ocasiones, y
esto mismo queda reflejado en la contraportada, que Las raíces del
velo «simboliza la fragilidad, la fugitiva esencia de la vida; las
raíces, por oposición, serían los episodios más determinantes de lo vivido».
El poemario está dividido en
tres partes permeadas por un manifiesto autobiografismo. Cada una de ellas
podría haber originado un libro por sí mismas. No estamos hablando, sin
embargo, de tres poemarios incompletos agrupados en un solo volumen, pues las
tres secciones, perfectamente ensambladas, constituyen una estructura unitaria
y coherente. José Manuel Ramón, uno de los mejores amigos
del autor, definió con tino la estructura tripartita del libro durante su
intervención en la presentación del mismo en la librería Códex de Orihuela en
mayo del año pasado: «son tres partes íntimamente relacionadas entre sí y
vehiculadas en pos de una búsqueda del Amor absoluto que el autor ha
emprendido, y que todos íntimamente ansiamos o deberíamos ansiar, según
infiero. Amor absoluto representado por la verdad y la belleza, también por la
carnalidad y su crudo relato del deseo, en definitiva, por el ser humano que
desbroza su esencia con esa carga de profundidad que es el arte, dirigido a
estimularnos hacia otros niveles de conciencia diferentes al nuestro».
El poemario está encabezado con
esta dedicatoria general: «A mi madre, que soñaba con jardines y bodas» Y es
que Lolín Gutiérrez murió poco antes de la impresión del mismo. De modo que
este libro es también un sentido homenaje a la madre ausente.
El título mismo de la primera
parte, “biografemas”, es otro ejemplo de la coherencia intelectual de nuestro
autor, gran conocedor de la obra de Roland Barthes, sobre
la cual ha escrito numerosos textos. Biografema es el
neologismo acuñado por al filósofo francés para definir escenas, imágenes o
pinceladas biográficas concretas que aunque no pueden abarcar una biografía en
toda su extensión sí logran ilustrarla.
En el primer capítulo de Las
raíces del velo encontramos los recuerdos de la infancia y adolescencia
del autor que dejaron una huella indeleble en su memoria y forjaron su conducta
psicológica hipersensible e indagatoria. También nos habla el poeta de su
capacidad ensoñadora y su querencia por el arte, la poesía, la filosofía y los
enigmas de la vida. En estos nueve “biografemas” también se percibe, la
obsesión por el paso del tiempo, el asombro y el fervor ante la vida presente.
Me parece relevante que el
primer poema del libro Se titule “El descubrimiento de la poesía” y esté
dedicado a los amigos de la infancia (entre los cuales me incluyo) con los que
nuestro autor compartió experiencias vitales iniciáticas y hallazgos literarios
y artísticos. Y también lo es que le siga el que lleva por título “Santa Ana
del Monte, Jumilla, 1981”, pues evoca la estancia juvenil de José María durante
un año en este monasterio franciscano. Dos poemas de apertura, hermosos y
sabiamente construidos, que cuentan la etapa mágica en que el poeta empezó a
percibir el mundo con todas sus maravillas, misterios y aristas. Fue entonces
cuando la vocación de escritor se le reveló como destino.
Otro acontecimiento iniciático
en la vida del poeta, y que queda fijado en esta sección, son los veraneos con
sus padres en las afueras de la ciudad de Torrevieja, en un lugar hoy lleno de
urbanizaciones interminables pero que en los años setenta y comienzos de los
ochenta era todavía una amplia extensión de matorral con unos pocos chalés y
edificios (en uno de ellos tenían su piso veraniego los padres del poeta)
diseminados frente a calas y promontorios agrestes.
La segunda parte es la más
confesional y discursiva de las tres y el título de la misma, “Confieso que aún
no he vivido”. parafrasea irónicamente el célebre libro que recoge las memorias
de Pablo Neruda. Está encabezada por una cita del Libro
de los pasajes de Walter Benjamin:
«Vivía en la muerte…». Si en el primer apartado destaca la evocación
maravillada, el recuerdo auroral, vitalista y celebratorio, en este el poeta da
testimonio de su vida presente y manifiesta su desasosiego y sus deseos más
acuciantes. Como dice el escritor Javier Puig en una reseña publicada en el
blog ilicitano Frutos del tiempo «si antes, la retrospección era meramente contemplativa,
si la mirada se situaba apartada de un responsable protagonismo, ahora la
encontramos atrapada en una valoración severa, implacable, sometida a una
estricta regla que no perdona la visión de las carencias, sino que las
amplifica; sobre todo, la de un indefinible ser íntimo capaz de acompañar, de
compartir, de mullir los propios pasos».
Estamos ante una
confesión valiente y equilibrada, sin asomo de patetismo. El poeta nos habla de
pérdidas, ausencias y desamores con un lenguaje elevado que en ningún momento
rasea o se instala en la planicie. Su voz nos emociona sin ambages, con la
sincera expresión de sus extravíos. En “Confieso” se lamenta: «Olvidé
entregarme/ cuando las cosas, fascinantemente, se estaban cumpliendo/y yo
admiraba la precisión de esa relojería misteriosa/ Otros van muriendo o
deviniendo./ Yo ando en las periferias del nombre y del
acontecimiento,/peregrino extasiado que olvidó su destino prodigioso.». Pero
también es capaz de sublimar el momento presente y de trascender la evocación
misma. Escribe en “Principio final”: «Ahora que el futuro ya pasó,/ y sé que la
casa frente al mar se derruyó antes de construirse/ y que la mujer de mis
sueños en estos, perdida, flota,/no me queda sino la invitación precisa del
ahora,/ seguir soñando para potenciar el instante/ y a mi propia imaginación,/
dialogar con los libros/ y agradecer este sol y esta tierra edénica/ en donde
disfruto de la hierba y de la blandas tardes./ Todavía todo está ahí,/y quizá
deba confiarme al azar de alguna divinidad/aunque no tenga fe suficiente».
Si la primera parte se
cimenta en la intensidad de las evocaciones y en la presencia constante de la
naturaleza, la segunda aborda el confinamiento voluntario del poeta, con un
protagonismo destacado de la habitación donde este experimenta, especialmente a
la hora de la siesta y del crepúsculo, sus ensoñaciones. En “Ensayos de pureza”
José María manifiesta, tal vez dialogando consigo mismo en un efecto de
desdoblamiento que no es infrecuente en su obra poética, o quizá dirigiéndose
al lector: «Tú no puedes saber/ qué laboriosamente me entregué/ a no hacer nada
y soñar furibundamente».
Pese a las continuas
especulaciones imaginativas, el poeta no deja de transitar por la solidez
perceptiva de la realidad. Por eso en todo el libro, y especialmente en esta
segunda parte, se entrecruza lo real y lo ficticio con frecuentes y atinados
tropos, un lenguaje vigoroso y admirables imágenes sensoriales. Pero también
hay sitio para la ironía (a veces llegando hasta la parodia), pues no hay que
olvidar que José María Piñeiro suele emplear en toda su obra creativa esta
figura retórica. Valga como ejemplo un poema tan breve y escueto (solo dos
versos) como “Desolación exquisita”: «Esta tarde me he comparado un libro:/ el
acto erótico supremo del día».
La tercera parte, “El
flâneur enardecido”, es la más extensa del libro y contrasta con la anterior
porque los poemas están escritos en su mayoría al aire libre, en la calle, a
ritmo de caminata. Aquí destaca un tema recurrente en la obra de nuestro autor,
la flânerie, el callejeo embriagado por las calles de Orihuela y
ciudades cercanas como Alicante y Murcia, especialmente esta última
(“Callejeando por Murcia” es un poema significativo). En una entrevista con la
poeta Ada Soriano publicada en Mundiario y posteriormente en el volumen No
dejemos de hablar. Entrevistas a 19 poetas (Polibea, 2019), José María
habló con absoluta franqueza de su fascinación por Murcia y de su preferencia
por el sexto día de la semana, expresada en el poema ”Continuidad del sábado”:
«He convertido a Murcia en mi pequeño París. Pero ha sido una elección de
urgencia. En Murcia oxigeno mi soledad. Para mí, el sábado es un día muy
especial y me resulta imposible pasarlo en Orihuela porque no tengo con quien
festejarlo. He aceptado mi soledad como un destino, pero también como una
condenación. En Murcia ejerzo de flâneur, como diría Walter
Benjamin, me transmuto en un modesto Baudelaire y me pierdo
por sus calles, admirando la belleza de la gente que vive la vida, el compás de
la gente pasando. En Murcia, un sábado por la tarde, asisto in situ, a la
eclosión de la imagen poética, llego a sentirme dichoso sentado en el rincón
más modesto, andurreo por el tiempo. Paseando, simplemente, por Murcia, he
tenido muchas intuiciones que luego, al regresar he anotado y desarrollado.
Paseando por Murcia he llegado a imaginar que podría ser feliz… Todo esto puede
parecer muy provinciano y cándido, y la especificidad de este sentir en la
ciudad de Murcia, ridículo, incluso; pero yo lo vivo con intensidad porque el
éxtasis poético también se produce en los lugares más humildes y menos
espectaculares».
Si la segunda parte
del libro se abre con las palabras de un gran paseante como fue Walter
Benjamín, la tercera empieza con esta cita de Baudelaire, el flâneur por
excelencia: «El paseante perfecto, el observador apasionado/halla un goce
inmenso en lo numeroso, en lo ondulante,/en el movimiento, en lo fugitivo y en
lo infinito». Aquí la asombrada mirada de José María Piñeiro rinde tributo a la
literatura y las artes, especialmente la música. Sin recuentos pedantes ni
culturalismos al uso, homenajea a autores a los que admira y con los que se
siente identificado: Piranesi, Lizst, Emily
Dickinson, Erik Satie, Monet, Trakl, María
Zambrano, Lezama Lima, Alejandra Pizarnik, Ana Cristina César, entre otros.
Écfrasis, lecturas, audiciones musicales, encuentros inesperados, hallazgos
mágicos en la grisura cotidiana, todo ello explica el amplio y flexible bagaje
intelectual y artístico del autor, capaz de admirar la representación de una
ruina romana, un vaso íbero, un daguerrotipo o una exposición de arte
conceptual y de gozar escuchando a autores tan disímiles como Mozart, Hindemith o Steve
Reich.
En todo el poemario,
pero sobre todo en la última parte, se reivindica sin complejos el concepto de
belleza, prácticamente repudiado en la poesía contemporánea. Para José María
Piñeiro la belleza es el principio de esa harmonía que él
tanto anhela y a la que se refiere constantemente en su escritura. En este
sentido es muy elocuente el poema “Vermont counterpoint (Steve Reich)”, cuyos
dos primeros versos («Una tarde la belleza me hizo llorar/ al convertirse en
esperanza…») rebaten la célebre confesión de Rimbaud en Una temporada
en el infierno: «Una noche, senté a la Belleza en mis rodillas. -Y la
encontré amarga-.Y la injurié», que tanto ha influido en la escritura y el arte
contemporáneos.
En la última parte del
poemario el tracto poético es ancho y poroso, ecléctico diría, pero resulta
unitario, coherente y en ningún momento el contenido se dispersa o deviene en
pastiche. Quizá sería pertinente relacionar el discurso poético de José María
Piñeiro con un palimpsesto, pues la idea de pertenecer a una tradición, de
entender el concepto del palimpsesto borgeano está ligado estrechamente a su
proyecto de escritura. En la poesía de nuestro poeta convive una doble
naturaleza, la que atiende a un fondo imaginario constituido en torno a la
experiencia propia, con todas sus aristas, y la que se explaya en los encantos
del lenguaje y su propia autonomía. Sus poemas, en ocasiones, constituyen una
logomaquia con la que reencantar el mundo, por decirlo con palabras
del poeta Eduardo García.
En mi opinión, el
apartado medular de la última sección de este poemario está resumido en el
poema “Desasosiego del logos”, cuya primera estrofa reproduzco: «Somos
escritura en expansión/ y perversa taxonomía de esa escritura, /intelectiva
invención/y repetitiva moratoria del confín vislumbrado;/animal y
amanuense,/transmisores y destructores de mundos,/sibaritas del verbo/ y
especuladores de la calígine humana».
En este capítulo hay
una conciencia de la transitorio como condición de la existencia. Desde la
observación periférica, desde la perspectiva de quien se siente desplazado o
diferente y busca en la memoria un punto de apoyo, el poeta también destaca el
encanto de la presencia fugaz, la aventura presentida en el instante pasajero
que la escritura es capaz de eternizar. “El sistema de lo posible depende del
parpadeo oportuno”.
El imaginario lírico
de José María Piñeiro no solo se sustenta en su experiencia estética, en su
búsqueda y encuentro con la belleza, en la fidelidad rigurosa a un estado de
elevación permanente, también se supedita al ámbito de la cotidianeidad, a la previsible
rutina, a la fenomenología de la costumbre y la repetición, en suma, a la
realidad más innegable y prosaica, caladero donde también el autor puede
hallar, si permanece atento en su rebusca, súbitos alumbramientos que
reconcilien sueño y realidad.
Cierra el libro
“Poéticas”, conjunto de breves poemas que basculan entre la rotundidad
aforística, la especulación ensayística y el fogonazo lírico. Y qué mejor
colofón que estos cinco versos: «Cantar el triste final de todo/es un modo de
protestar por ello, /saber, en el fondo, que el bien nos engloba/ es un
proceso/ que resiste hasta su hallazgo».
Solo quiero añadir,
para terminar, que los poemas de este libro no buscan la concordia del lector
con reducciones simples, sumas seriales o sistemas lineales de sentimientos
comunes. Por el contrario, refieren a temas complejos con un lenguaje admirable
en su vastedad y, por tanto, cabría la tentación de considerarlos
irracionalistas o herméticos, términos que no me parecen adecuados para
definirlos, pues su autor tiene los pies muy bien puestos sobre la tierra,
aunque sus versos nos desdeñen el vuelo y no dejen de enfatizar la ocasión
única de la poesía para alcanzar mundos que están es este, utopías y sueños
posibles. El lenguaje de Las raíces del velo es rico, sonoro,
fulgurante…, pero ni oscuro ni difícil. Tampoco lejano. Es complejo, pero
resulta accesible porque está abierto a la naturalidad de la gran polisemia.
Lejos de estereotipos, miradas convencionales e imperativos sociales, José
María Piñeiro cree que la poesía forma parte de la condición humana esencial
siendo ajena a cualquier simplificación. Cree en ella como un medio de acceso a
la realidad y de comunicación con el mundo, pero también de indagación interior
y moral y de atenta escucha a lo numinoso, aquello que antaño solía llamarse
Espíritu y que los poetas actuales han olvidado. Por eso propone, con rigurosa
exigencia, un lenguaje matinal que es como un ojo panóptico totalizador que
también alcanza la dimensión desconocida de lo real presente en todos nosotros.
De ahí que la primera parte del poemario esté encabezado por una cita de Juan Ramón
Jiménez: «La poesía nace del pueblo.»
En estos poemas hay
mucha introspección, pero la zambullida interior no excluye un reconocimiento a
la vida misma (tan inhóspita como acogedora) con sus contradicciones, sus
gritos heridos, su fuerza escandalosa, sus recompensas caprichosas.
José María Piñeiro no
es uno de esos poetas atormentados por la insuficiencia expresiva, es decir por
la incapacidad del lenguaje para abarcar la realidad, sino que tiene fe, una fe
inquebrantable en las palabras y en su naturaleza demiúrgica, por eso sus
poemas trascienden las vicisitudes biográficas para emocionar y contagiar al
lector con una voz propia de raíz órfica.
José Luis Zerón
Huguet
https://www.lasnuevemusas.com/la-carencia-y-la-plenitud/
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