José Luis Zerón Huguet y Alejandro López Pomares
La madrileña editorial Celesta ha publicado en su colección Letra Alef La mirada perdida, opera prima de Alejandro López Pomares
(Orihuela, 1983), novela hermosa y arriesgada por su complejidad estructural y
la ausencia de un argumento definido, sujeta a una multiplicidad de contextos y
personajes que se cruzan y al uso de planos superpuestos y yuxtapuestos en
texturas poéticas fragmentadas. Se hace difícil (diría imposible) apreciar esta
novela si se trata de leerla como un texto lineal con su presentación, nudo y
desenlace. No tiene nada que ver con las novelas más premiadas y reconocidas
que exploran el terreno del realismo más estricto, la temática histórica o el
paisaje fantástico próximo al boom del realismo mágico.
La
mirada perdida es una nouvelle de
poco más de cien páginas vinculada a la narrativa vanguardista. La deflagración
de la estructura novelística no es un recurso nuevo. El uso del perspectivismo
a través de soliloquios, flujos de conciencia, digresiones, diversos planos
narrativos y de tramas, atemporalidad ficcional, etc., causará estupor y hasta
rechazo en el novelista convencional o en el mero lector aficionado a la
narrativa de ficción; pero no le resultará extraño a quien esté iniciado en la
mecánica de la narración experimental. La
mirada perdida está próxima a la escritura intrincada y especular de Borges
y a la narrativa lírica y preconsciente de Las
olas, de Virginia Woolf, y es igualmente cercana a la innovación cortazariana
de Rayuela o El libro de Manuel, a la escritura introspectiva y metalingüística
del Nouveau Roman (Alain
Robbe-Grillet, Nathalie Sarraute, Claude Simón, Michel Butor, etc,), al
fragmentarismo lírico de Agustín Fernández Mallo, al experimentalismo radical
de Thomas Pynchon y al lenguaje cinematográfico onírico de David Lynch, o el de
las tramas paralelas de Paul Thomas Anderson. Entronca asimismo con las
características del constructivismo: dejar abierto el texto para que el lector
lo rescriba con sus interpretaciones, ya que el argumento como tal no existe. El
protagonista sería el discurso mismo. En este caso la lectura es una actividad
constructiva compleja que se realiza al mismo tiempo en diferentes niveles de
captación y percepción.
José Luis Zerón Huguet
El pasado jueves 1 de febrero el autor y quien esto
escribe, presentamos La mirada perdida
en la librería Códex de Orihuela. Con la intención de reproducir lo que ambos
dijimos en el acto de presentación nace esta entrevista.
Alejandro, has
escrito una primera novela arriesgada y difícil de explicar a quien quiera
saber de qué trata. Una lectura poco atenta de tu libro puede hacer creer al
lector que hay dos historias inconexas: la primera una serie de fragmentos
escritos en tercera persona protagonizados por personajes misteriosos,
arquetípicos, que carecen de nombre propio (el hombre, la mujer, el niño, el
anciano…) y la segunda unas memorias narradas en primea persona: pero si leemos
con atención descubrimos que hay pasadizos ocultos que conectan una y otra. ¿Cuál
es el argumento de la novela? ¿Incluye algún misterio o razón oculta?
La mirada perdida
es una novela de trama fragmentada, o más todavía, diluida, que persigue desesperadamente
la implicación del lector en la creación de la obra. Es una necesidad que se
hace patente ante la ausencia aparente de referentes a lo largo de los
capítulos. Los personajes viven su propio tiempo quedando ligados a las
sensaciones y al recuerdo, por el cruce entre sus vidas, por el esplendor del
instante. Reescribiendo así los espacios en blanco que, incluso, ellos mismos
tienen.
Un anciano en su mecedora, un niño
huyendo de sus miedos, la sorpresa, una chica y su mirada, un hombre
autoexculpado, una mujer y el abandono de recorrer diariamente sus propios
pasos. El paisaje. Y más allá el lenguaje, la estética, los sonidos y el
silencio, la nostalgia en la piel, la rabia contenida, la soledad, el pulso de
la lírica y una percepción del tiempo que nos rodea y nos devuelve antiguas
miradas a los ojos. Los nervios anclados a la tierra, el agua como símbolo, un
banco en el que todo se detiene, y un recuerdo que proviene de otro recuerdo y
que, en cierto modo, ha perdido su origen, pero que todavía nos permite
soportar este ritmo frenético que discurre por encima y nos diluye.