Sobre Las raíces del velo de José María Piñeiro, por Javier Puig.
Reseña en Frutos del tiempo, 29/05/2019
Desde su
versátil capacidad literaria, y después de seis años, José María Piñeiro vuelve
a ofrecernos una amplia muestra de su poesía en Las raíces del velo,
editado por Celesta. El poemario está dividido en tres partes, cada una de las
cuales, como se dijo en la presentación que tuvo lugar en Orihuela, podría
constituir una obra independiente. Esto es así porque hay una suficiente
diferenciación, y, dentro de cada una de ellas, una coherencia propia; lo que
no obsta para reconocer un nexo común, el que se deriva de la marcada
personalidad del autor, y que se manifiesta en esa sensible percepción de “el
espectáculo de la vida”, del que exprime su intensidad, aunando, en variables
proporciones, lo sensorial y lo intelectual.
En la
primera parte, Biografemas, hallamos la rememoración de esos
contactos con el mundo que resultan significativos, que se imprimen en el ser
desde el impacto emocional, desde el descubrimiento que nunca se deja de
repasar para continuar afinándolo con nuevas sutilezas. Se habla aquí del
espíritu aventurero de la primera juventud, de las atrevidas incursiones en los
parajes prometedores, en los espacios ocultados por el mundo impuesto. Es la
intrínseca validez de la experimentación, el alegre juego de avanzar para
alcanzarse más allá del previsible uno mismo. Pero también hay poemas
intemporales, que reflejan una constante vital, esa arraigada posición que
indaga desde el austero hedonismo, la creencia en que lo más contiguo al propio
ser, el más adherido límite con lo ajeno, ya revela la inconclusa paradoja de
la existencia.
En la
segunda parte, Confieso que no he vivido, el poeta se somete a un
autoanálisis, revisa su trayectoria vital y echa a faltar una mayor
exterioridad, una más completa vivencia de las posibilidades del trayecto humano.
Si antes, la retrospección era meramente contemplativa, si la mirada se situaba
apartada de un responsable protagonismo, ahora la encontramos atrapada en una
valoración severa, implacable, sometida a una estricta regla que no perdona la
visión de las carencias, sino que las amplifica; sobre todo, la de un
indefinible ser íntimo capaz de acompañar, de compartir, de mullir los propios
pasos.
Ahora,
ese paraíso concentrado, poco más que casero, se ve como baldío. Ese ámbito
querido que tantos momentos de plenitud ofrece, pero al que se le achaca su
incapacidad integradora: “… Y los libros inertes que sustituyen a los amigos”.
Allí es rara la afectuosa conversación, la viva reciprocidad: “A mí me ha
vencido la pereza y la belleza”. Es la mala conciencia por el gozo interior,
enclaustrado, pertrechado de exquisiteces: “Tú no puedes saber/ qué
laboriosamente me entregué / a no hacer nada y soñar furibundamente”.
Es
esa trampa psicológica, la idea de la seria negligencia en la que incurrimos
cuando vivimos, casi para nosotros solos, una vasta extensión de tiempo que se
nos ha regalado. Hay maneras de calmar esa desazón, la mayoría falsas, y alguna
más difícil, que exigiría una actitud extraordinariamente generosa. Pero a
veces se vive así porque lo próximo no nos satisface y no sabemos encontrar en
nosotros una magnánima anuencia. Tal vez el listón se pone demasiado alto
cuando se frecuentan las intensidades, las excelsitudes del arte. Por eso el
lamento ante la imposibilidad de encontrar a la mujer vecina, palpable; pero,
sobre todo, exacta: “La mujer atractiva de mi época / no habla mi lenguaje o
vive en paradero desconocido”. Como cuando se refiere a las actrices que lo han
fascinado: “Y yo he ido anotando / todas estas apariciones de bellos espectros
/ en la lista violeta de mis desolaciones perpetuas”.
Es la
sensación de llevar una vida muy intensa en sus entusiastas recurrencias, pero
siempre sustitutiva, demasiado protegida, ya lejos de la osadía juvenil: “Esta
tarde me he comprado un libro: / el acto erótico supremo del día”. Es la
habitación como refugio frente a un mundo que no puede ofrecer sino la
decepción ante tan altas expectativas de quien está acostumbrado a relacionarse
con lo más exquisito: “Es la dulzura incontaminada de la habitación/…./ y soy melancólicamente
feliz / imaginando esa poesía de la redención furtiva”. Afuera está ese:
“Confín vertiginoso de rostros y cuerpos / que no se conocen”. Quizá la salida
sería alcanzarnos en nuestro ser extendido: “Definir un espacio soberano en el
que encarnarnos / y pulverizar los miedos y los dilemas, / y olvidar el olvido/
e intentar, en el otro, rescatarnos”.
En la
tercera parte, El flaneur enardecido, el poeta recoge la expresión de
su nutritiva confluencia con el mundo del arte, cuando, desde la ajustada
soledad se alcanza una sensación de no chirriante pertenencia al mundo, de
unidad, aunque siempre sea desde una denodada salvaguarda de lo propio. Aquí se
trata de encontrar, entre el barullo del mundo, esas “gemas” salvadoras: “El
claror del día concita a los vivientes / bajo la gema de su luz”. ”Examinando
las gemas que hace el agua de la fuente / al brotar”, “la gema quieta de la
tarde toda”, “mi acopio de gemas y perlas imaginadas / se traduce en esta
posibilidad narrativa: / escribir poesía / para hacer rica mi pobreza”, “la
fronda te devuelve gemas ovales y susurros convocadores”. En todos estos
poemas, José María Piñeiro realiza un recorrido por algunos de los puntos
cruciales de su vocación, que es la de apreciar el arte que lo incumbe, el de
algunos escritores o músicos reconcentrados en vibrantes atisbos. Pero, junta a
esas manifestaciones esforzadas, también está la espontánea realidad que se le
ofrece, que él penetra con su actitud deambulatoria. Todo eso que hay que
digerir y hacerlo propio, creativamente: “Y nuestro placer y privilegio
renovados/ es dar nombre a las cosas, / descifrar lo que acontece, / no cesar
de interpretar”. Y eso es algo que no se reduce al juego intelectual sino que
trasciende hasta lo emotivo: “Una tarde la belleza me hizo llorar / al
convertirse en esperanza”.
La
obra de un autor no es la permanencia en una fotografía única, en un momento
absoluto. En este poemario se exponen la intuición, la tentación, la duda, la
posición humana zarandeada por los vaivenes que impone el tiempo. En Poéticas, esa pieza final, fragmentaria, próxima al
aforismo, del que es devoto y maestro el autor, se plasma una de esas pequeñas
sabidurías que todos nosotros, de vez en cuando, alcanzamos, pero que no
sabemos cómo retener frente a la resbaladiza sucesión de los momentos que nos
configuran: “Asegura tu partícula luminosa, / cede a lo que te penetra. / Di tu
alucinación, /no juzgues lo que te pasa. / Di lo que te pasa”. Pero José María
Piñeiro, en un acto de honestidad, de intento de completud de sí mismo, a veces
no se obedece; entonces, se juzga, y se dice a sí mismo que no ha vivido;
afirmación con la que no podemos estar de acuerdo quienes apreciamos su obra,
pues sentimos que está hecha de una vivencia lúcida, sostenida sobre las intermitencias.
En Las raíces del velo encontramos sinceridad,
belleza, y un buen puñado de poemas que albergan una preciosa “harmonía”.
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