Rafael González, Jorge Sánchez y Eduardo Prieto
Existe una opinión generalizada en círculos indecorosamente frívolos y grandes amantes de la ignorancia, que trivializa la creación poética; que consideran la poesía un lujo innecesario; en el mejor de los casos, un bien innecesario.
Craso error. Solo imaginar esta
infecta y desafectada sociedad occidental sin poesía ni música, resulta terrorífico.
Y si a alguien no le asusta es, simplemente, porque no lo ha imaginado bien.
Pero tampoco os recomiendo que os pongáis en situación, porque el resultado, os
aseguro, sería sumamente desagradable.
Y esa corriente castradora nos
demuestra que “el cerebro de los necios transforma la filosofía en tontería, la
ciencia en superstición y el arte en pedantería”. Que diría G. Bernad Shaw.
Incluso dentro de nuestras
propias filas hay elementos desestabilizadores. En su poema “Todas las
palabras”, Charles Bukowski, nos dice: “...Las palabras de los demás escritores
me sirven de poco, de modo que ¿por qué habrían de ser las mías especiales?
(...) No me gusta lo que somos y nunca me gustó, ¿hay algo peor que una
criatura que sólo vive para escribir poesía?”. Hemos de entender ésto como
producto de una depresión etílica del autor. En cualquier caso, a él no le
separó este pensamiento de la poesía. A nosotros tampoco va a hacerlo. Pero,
ahí lo dejo, para que reflexionéis sobre ello.
Y, al hilo de la vía húmeda del
etileno, sabréis, y si no lo sabéis, ya os lo digo yo, que, además de una hernia
de hiato, -bueno, concretamente dos, la suya y la mía- además de ello, a Jorge
y a mi, nos une una inconfesable, -tan inconfesable que ya veis lo que he
tardado en confesarlo- admiración por los clásicos. Ésto no significa que nos
sirvamos de plumas de oca para escribir, ni que utilicemos ordenador a pedales.
En todo caso, que agarremos algún pedal antes de ponernos al ordenador:
consecuencias de la vida tabernaria.
Y esta familiaridad con los
clásicos, nos lleva a una visión diáfana del tiempo, donde el pasado remoto se
muestra más cercano que el futuro a corto plazo. Toda la historia es un
instante, del que nos nutrimos los que ejercemos el, tan ingrato como agradecido,
oficio de juntar palabras. “Porque siento que el tiempo es una piedra de chispa,
herida por el eslabón de mis deseos cumplidos.”, nos dice el autor en un pasaje
de esta errática textura.
También dice: “Doy gracias al
ocaso y a la lluvia por endulzar mi viaje y mis desgracias.” En este viaje por
la tinta y las palabras, acostumbrados, como estamos, a negociar con la
memoria; a negociar con el tiempo, en un acuerdo de confidencialidad, en el que
la memoria nos concede un pedazo de historia, de nuestra historia; y nosotros
nos comprometemos a ser discretos con lo superfluo, lo perfectamente olvidable.
El espacio vital de Jorge, está
habitado por “universos tan pequeños que no me asusta pensar con la piel
encendida”. Donde busca, infatigable, “la forma más humana de un encuentro”. Un
encuentro accidentado en el que “hablar juntos sería rebañar la memoria con la
lengua sombría que secuestra los siglos”.
En el pecho del autor “la
respiración es un coro de gaviotas, presidido por la cara interna de los
muslos”. “Mi lengua -dice- es la salida de emergencia de manojos de versos que
tratan de llegar al autobús sin puerta de salida.” Nos habla de la fragilidad
de nuestro lugar en el tiempo cuando nos recuerda que “somos de arcilla y de
viento, un pasaje escondido en un papiro rasgado”. Que, de tan dúctil material
estamos hechos, que “el poema estampa el molde de su pesada bota en nuestra
arena”.
Como esos carros de bebidas,
grandes, que parecen botelleros, y tienen dos enormes ruedas de tiro y dos
diminutas delanteras, que avanzan sobre el terreno con la seguridad de un coche
alemán; con la firmeza de una convicción irrefutable, con el aplomo de una
decisión inexorable.
Así, algunos versificadores afrontan
el deber de la palabra, concepto con el que se disfraza la necesidad de ella, y
de utilizarla como vehículo rodado de la emoción; pero no sin pasar,
previamente, por el laboratorio que, desconfiado, se oculta en el profundo lago
de la reflexión. Nos dice Jorge: “Rumiamos las ideas y palabras, tragamos la
saliva como asesinos que mienten y se muerden los labios”. Y con una mueca de
ironía -deberíamos añadir- de quien se sabe gladiador curtido en heridas sin
cicatrices, en un circo sembrado de leones con hambre atrasada, con hambre de
verso, cuando se enfrenta a esa hoja desierta que produce vértigo.
Aunque se piense lo contrario
muchas veces -pues es éste país de malpensantes- se suele escribir, no
siempre, sin más ambición que satisfacer la apremiante necesidad de hacerlo.
Sin embargo, no sería justo que la belleza del trabajo individual, quedase
oculta bajo la hojarasca de la multitud y los años. Por ello, no quiero despedir este
farragoso monólogo sin mostrar un deseo: que la benevolencia de las Horas y el
concurso de las Musas más complacientes, nos excluyan de la lista de “heraldos
de las sílabas que acaban en el cubo de los siglos”, verso este último, del
autor que nos ocupa.